domingo, 14 de diciembre de 2014

SEGUNDO CAPÍTULO


II– Alec


No podría describir lo que sentí al volver a verle.
Cuando entré en el salón lo encontré sentado en el sofá mirando la tele.
Levantó la cabeza al oírnos entrar y su expresión fue de alegría… una alegría verdadera.
Se incorporó y se acercó directamente a mí, pasando de largo de su hermana. Me imaginé que esto se debía a lo pesada que se habría puesto Anna con él la noche anterior. Su adorado hermano estaba de vuelta y por poco tiempo, había que aprovecharlo.
Me miró directamente a los ojos.
—Vaya, Leah. ¡Cuánto has cambiado! Estás guapísima. 
Sus palabras retumbaron en mi interior.
Si bien era cierto que yo había cambiado, hacía siete años que no nos veíamos. Pero él… él no era el mismo chico del que me había despedido una mañana de febrero en el aeropuerto de Madrid.
Estaba más alto, y mucho más guapo, si cabe, que la última vez que le vi.
Había sustituido la coleta que siempre lucía con orgullo por un corte de pelo radical.
Ahora llevaba el cabello corto con algún mechón desfilado y en punta. Observe que tenía un mechón de pelo completamente blanco que destacaba entre los otros  de color negro azabache.
Su expresión era distinta. Más seria, quizás, más madura, pero en sus ojos, de color avellana, levemente rasgados hacia arriba, se distinguía la alegría que le suscitaba nuestro encuentro.
Me dedicó una amplia sonrisa, dibujada en sus labios finos y torneados, y se alejó hacia la mesa donde Carmen, la madre de Anna, había colocado un montón de bocadillos y emparedados.
—Venga sentaros  las dos —nos instó mientras separaba dos sillas de la mesa—. Anna nos dijo que vendrías, así que hemos preparado una merienda.
—Muchísimas gracias. No teníais que haberos molestado, pero… ¡la verdad es que me muero de hambre!
Le dirigí una radiante sonrisa a Carmen.
Carmen, aquella mujer de aspecto rudo pero corazón de oro, siempre había sido como una madre para mí, en el sentido literal de la palabra, ya que no llegué a conocer a mi verdadera madre. Murió mientras me daba a luz.
Desde aquel momento Carmen me “adoptó” como a una hija más.

Alec se sentó frente a mí. Noté que me miraba constantemente. Me sentí algo incómoda, así que cogí un emparedado de atún y comencé a engullir de manera escandalosa, para disimular, ya que no sabía muy bien qué hacer ni a quién mirar.
Él me imitó y alargó la mano en pos de uno de los bocadillos.
Allí, en su dedo anular de la mano derecha, lucía su anillo de casado.
El corazón se me aceleró y me atraganté.
Tosí fuertemente.
Alec me buscó y durante un fugaz instante nuestras miradas confluyeron en su mano. Con suavidad, como si de un movimiento nimio y sin importancia se tratase, la ocultó bajo la mesa.
 Me pareció que, por un momento, era consciente de lo que me pasaba. Pero aquello era imposible, él no sabía nada acerca de mis sentimientos.
Anna acudió en mi rescate. Me miró y captó al instante la típica mueca que se adueñaba de mis facciones ante una situación incómoda. Y sin duda aquella, lo era.
Carraspeó.
—Bueno, hermano, cuéntale algo a Leah sobre tus andanzas en Rumanía —dijo mientras reía escandalosamente.
—¡Qué graciosa! —Se rió mientras le daba un leve codazo a su hermana—. Se refiere a un encontronazo que tuve con un oso pardo. Me pasé cuatro horas subido a un árbol helándome de frío.
Me uní a las risas.

 Pasamos la tarde hablando de muchas cosas acerca de la nueva vida de Alec. Nos contó que había acabado la carrera de Arqueología en la universidad y que estaba trabajando como guía en un museo, aunque de manera esporádica. Ahora tenía dos meses de descanso hasta que se organizase la próxima exposición.
Tuve que hacerlo. Le tuve que preguntar acerca de su mujer, era lógico.
Él no parecía muy dispuesto a tocar aquel tema, de hecho parecía incluso molesto y nos contestaba con evasivas.
Lo entendí, era un tema muy personal como para tratarlo en mi presencia. Seguramente era algo  que reservaba únicamente para  su familia.
Parecía más interesado en mi vida, en qué había hecho yo durante los siete años que habíamos permanecido separados.
Me avergoncé un poco. Mi vida era demasiado aburrida si la comparábamos con la suya y aún así, él, parecía disfrutar con cualquiera de mis relatos.
Sí, había cambiado y mucho.
Se había convertido en  el chico ideal. Ya lo era antes, pero ahora se comportaba como un hombre adulto, algo comprensible, al  fin y al cabo es lo que era… un hombre adulto y casado.
Aquello me dolía enormemente, sin embargo, después de lo mal que lo había pasado, no pude evitar alegrarme por él.
Y a fin de cuentas, si Alec era feliz, yo también.

Cuando me quise dar cuenta ya había anochecido.
—Chicos, me tengo que ir. Mi padre me va a echar la bronca del siglo.
—¡¿Ya es tan tarde?! —Alec miró su reloj asombrado—.Bueno, antes de que te vayas me gustaría darte algo.
Aquello me pilló de improviso, no pude evitarlo y me sonrojé considerablemente.
Anna soltó una risita por lo bajo que solo alcancé a  oír yo. Menos mal.
—Ven —me pidió Alec,  indicándome el camino hacía su habitación.

Nunca había estado allí. La habitación de Alec era como su panteón, jamás dejaba entrar a nadie.
Anna me dirigió una mirada de interrogación mientras yo cruzaba la puerta.

No era como me la había imaginado. Era una habitación pequeña, muy poco iluminada.
Las paredes eran de un color naranja vivo, pero estaban cubiertas por miles de posters, fotos y recortes de periódicos, casi todos ellos con imágenes de seres extraños: hadas, duendes y algunos menos amables como  monstruos y vampiros.
Alec me miró y observó mi expresión.
—Siempre me ha gustado todo lo relacionado con seres mitológicos. Está todo como el día que me marché. Mi madre no ha tocado nada, seguramente por mantener algo de mí en esta casa.
—Vaya, son muy… curiosos... —añadí mientras examinaba la foto de un ser horripilante que era de todo menos agradable.
Las estanterías estaban inundadas de libros. Me limité a mirarlos por encima, no estaba segura de querer saber de que trataban.
La habitación en sí tenía un aspecto tétrico. No  pude evitar pensar que yo también habría sufrido pesadillas y alucinaciones durmiendo en aquel lugar.
Alec me agarró del brazo, y me invitó, con un movimiento dulce a sentarme en su cama. Le miré y colocó un paquete pequeño, envuelto en un bonito papel brillante estrellado, en mi mano. Me cerró los dedos en torno a él y me sujetó el puño con fuerza. Me miró a los ojos, casi con urgencia.
—Ábrelo.
No sabría decir por qué, pero  su expresión me asustó. Me eché hacia atrás, alejándome de él.
Se dio cuenta  y enseguida comenzó a reírse.
—Tranquila, es que estoy un poco nervioso. Ya sabes, el largo viaje, el cansancio acumulado y esas cosas… —Me guiñó el ojo.
Abrí despacio el pequeño paquete.
Era un colgante precioso de un cazasueños. Justo en el medio, anclado en la malla blanca nacarada, tenía un ojo con el iris de un color azul cielo. Lo analicé con detenimiento. Parecía mirarme de forma hipnotizante, casi perturbadora para tratarse simplemente de una piedra tallada, eso sí, de forma exquisita. Las pequeñas plumas de color blanquecino eran tan suaves como el terciopelo
—Vaya… Es muy bonito. Muchas gracias Alec.
Me miró sonriendo.
Todo aquello era de lo más raro. Alec y yo nos llevábamos bien, pero nada más. No lo suficiente como para que se acordase de mí y me trajese un regalo. Menos aún contando todos los amigos íntimos que tenía en Madrid. Supuse que tan solo pretendía ser amable.
—Me alegro de que te guste. Venga, te acompaño hasta la  puerta.
Salimos de la habitación y Anna nos esperaba en el salón.
—¿Qué es? ¿Qué es? –preguntó con urgencia.
Le enseñé el colgante.
—No está mal. Pero me gusta más el mío —Se río—. A mí me ha regalado un reloj.
Me enseñó la muñeca donde lo lucía. Un precioso reloj con motivos de los videojuegos más actuales del momento. Se le veía complacida.
—Serás mala... —le gruñó su hermano.
Me acompañó  hasta la puerta. Anna se quedó rezagada y se despidió con la mano, tan sorprendida como yo por el trato que estaba recibiendo.
Cuando ya estaba fuera del piso, Alec se apoyó en el marco de  la puerta  y se  quedó mirándome de nuevo.
—Póntelo —dijo señalando  el colgante—. Lo vas a necesitar. Créeme.
Diciendo eso último cerró la puerta. Y allí me  quedé plantada, estupefacta y pensativa en el umbral de la misma.
No estaba segura de que Alec estuviera recuperado del todo. Se comportaba de una manera muy rara.
Miré el colgante que tenía en la mano. ¿Qué habría querido decir con que lo iba a necesitar? Conocía la supuesta función de los atrapasueños,  sabía que alejaban los malos sueños y atraían los buenos.
Quizás Alec seguía recordando la etapa de su vida marcada por las pesadillas. Quizás pensaba que podía ocurrirme algo parecido e intentaba “salvarme”.
 Me encogí de hombros mientras me lo ponía en  el cuello y salía del edificio con la sensación de que dejaba atrás a una persona que no conocía de nada.




El cielo estaba totalmente gris cuando alcé la mirada hacia él. Las nubes amenazantes. Soplaba un viento huracanado y llovía estrepitosamente.
Temblaba.
Estaba contemplando la silueta de una iglesia. Era un edificio gigantesco con paredes de color oscuro. Los pináculos se alzaban al cielo como cuchillos.
En la torre central se distinguía una campana dorada de grandes dimensiones y un reloj de sol.
La campana comenzó a balancearse y a repicar estruendosamente.
Era un sonido fantasmagórico, casi insoportable. Me recorría el cuerpo y me hizo doblarme de rodillas en el suelo mientras me tapaba los oídos.
Chillé cuanto pude, pero el ruido no cesaba.
Cada campanada hacía que me estremeciese entera, el corazón me latía con fuerza.
Entonces, cuando creía que mi cuerpo estallaría en mil pedazos, el sonido cesó.

Levante la mirada despacio sin quitarme aún las manos de  los oídos.
Ya no estaba sola.
En la puerta de la iglesia había una niña. La conocía. La había visto antes, durante mi viaje en metro, en un sueño.
La niña tenía la vista fija en mí. Volví a temblar. Era consciente de que aquello no era real, que nada malo podía pasarme, sin embargo un miedo auténtico invadía mi cuerpo.
Comenzó a andar hacia mí.
—No te acerques por favor… —susurré para mis adentros—. No te acerques.
Cerré los ojos con fuerza esperando que cesase aquella pesadilla.
Cuando los abrí, la niña estaba justo delante de mí.
Su expresión era serena, casi amable. Una sonrisa se dibujó en su rostro.
Me tendió la mano. Una mano pequeña de color blanco nacarado.
No supe muy bien por qué, pero una especie de atracción me invitaba a cogerla. Era como un imán que atraía mi cuerpo hacia el de la pequeña.
No opuse resistencia, cedí y la tomé de la mano. La niña abrió los ojos con expresión de sorpresa.
Su tacto era cálido, suave, demasiado real como para ser un sueño. En el momento en el que entré en contacto con ella, el calor inundó mi cuerpo. Un calor agradable que me protegía de la ventisca que se desataba a mí alrededor. Y ya no tuve miedo.
La miré  y me sonrió. Despegó los labios y solo pronunció una palabra:
—Jossephine.
Después todo se volvió negro.


Desperté en mi cama empapada en sudor. Encendí  la luz, todavía desorientada, y tardé en habituarme al resplandor. Miré el despertador de encima de mi mesilla. Las tres y cuarto de la mañana. Había sido un sueño bastante extraño y vívido.
Estaba acostumbrada a soñar cosas raras. Todas las noches lo hacía y a la mañana siguiente recordaba con total nitidez todo lo que había acontecido en el sueño.
Cogí el colgante que llevaba al cuello y lo examiné detenidamente. Esbocé una sonrisa y me prometí  a mi misma hablar seriamente con Alec. Su regalo estaba roto, había sido un sueño de lo más aterrador.
Apagué la luz y me recosté de nuevo en la cama, esperando volver a dormirme sin soñar con nada ni con nadie.

jueves, 11 de diciembre de 2014

PRIMER CAPÍTULO

I– El primer encuentro


A través de los cristales únicamente divisaba oscuridad. El metro se deslizaba velozmente a través de las entrañas de Madrid.
Otro día más y allí estaba, sentada en el suelo del metro junto a las puertas del vagón, desde donde podía divisar todo el panorama. Me encantaba observar a la gente durante el trayecto hasta la universidad.
Era un trayecto rutinario y conocía a la mayoría de la gente que me acompañaba en él. Aún así, únicamente tenía algo de contacto con Alberto, el mendigo que se había adueñado del vagón y que nos alegraba las mañanas con el sonido de su flauta. Un buen hombre, consumido por la edad y por las circunstancias de una vida difícil.

Como todos los días, el anciano se acercó hasta mí y se sentó a mi lado.
­­—Buenos días, Leah —me susurró con una voz tosca y profunda.
—Buenos días, Alberto, ¿cómo se presenta la mañana?
—Pues como todas, hija, como todas… —suspiró y cerró los ojos con pesadumbre. Era un hombre capaz de despertar ternura en el más frío de los corazones.
Me acerqué más a él y le apreté la mano. Agradeció el gesto y me devolvió una sonrisa sincera. Los ojos, camuflados entre el pelo alborotado y aquella barba canosa y enmarañada, se le iluminaron
—Pero tengo una buena noticia para ti, verás… —Sacó la flauta de su funda y se la colocó en los labios—. Está escrita especialmente para ti, Leah, mi compañera de vagón. —Me guiñó el ojo mientras comenzaba a  soplar suavemente a través del instrumento.
Las notas fluyeron dulcemente a lo largo del vagón. Era una melodía  lenta, preciosa, digna de un gran artista. Las miradas de los  presentes se dirigían hacia nosotros y cuando Alberto concluyó la sonata, una algarabía de aplausos inundó la estancia.
—Es Maravillosa. Muchísimas gracias, Alberto.
—Todo es poco para ti, mi bella muchacha. —Me sonrió y se levantó con dificultad, continuando con su labor, tocando el instrumento y dedicando miradas pícaras a las mujeres del vagón.
—Adulador… —mascullé entre dientes mientras me reía por lo bajo.

A través de megafonía se anunciaban las sucesivas paradas y una corriente humana entraba y salía a través de los compartimentos del metro. Menuda rutina.
Los ruidos de pasos apresurados, gritos, risas, se fundían con las notas prodigiosas de la flauta de Alberto.
Una anciana leía un periódico mientras seguía el compás de la música con los pies. Un hombre alto y bien vestido, con pinta de abogado o algo por el estilo, miraba constantemente su reloj mientras resoplaba sonoramente. A su lado, meciéndose lentamente en su asiento, una niña fijó la vista en mí. Le devolví la mirada y apenas se inmutó. Era una joven de unos seis años, muy guapa, de cabellos cobrizos y grandes ojos verdes. Parecía la Típica muñeca de porcelana  perfecta, podría decirse que tenía un aspecto casi irreal. Llevaba puesto un vestido bastante raro, con un montón de volantes y puntillas.
Se mecía al compás de la música y a pesar de que su mirada se dirigía hacia mí, parecía ausente,  traspuesta, como en otro mundo.
De repente su expresión cambió y torció el gesto en una mueca de dolor, mientras pataleaba insistentemente.
¿Qué le pasaba?
Comencé a sentirme incómoda y carraspeé, tosiendo levemente, para llamar su atención.
Nada.
El resto de la gente presente en el vagón parecía no darse cuenta de lo que  sucedía. Incluso cuando comenzó a sollozar repetidamente, nadie alzó la cabeza para mirarla.
Me levanté y me acerqué hasta ella.
—¿Estás bien?, ¿Qué ocurre? —Coloqué mi mano sobre su hombro. Al instante me miró y de repente soltó un grito inhumano que hizo que me tambalease hacia atrás y cayese al suelo.
—¡Leah, Leah!, ¡despierta! —susurró Alberto mientras me zarandeaba—. ¡Te has quedado dormida y te has saltado tu parada!
Abrí los ojos bruscamente.
—¿Dónde está la niña? —balbuceé entre jadeos. Miré a mi alrededor y me di cuenta de que todos me estaban observando. Noté como mis mejillas se sonrojaban al instante. El  asiento que ocupaba la extraña niña estaba vacío.
—¿Qué niña? ¡Leah espabila! Te he dicho que estabas dormida.—Alberto me zarandeó nuevamente, esta vez con más energía,  y me devolvió a la realidad.
—¡Madre mía! ¿Cuál es la siguiente parada? ¡Voy a llegar tarde a clase!
Me levanté torpemente del suelo y me agarré a una de las barandillas. ¡Qué vergüenza! Las miradas de los presentes en el vagón confluían sobre mi persona.  Pocas veces me había quedado dormida en el metro.


Cuando llegué a la universidad, la clase ya había comenzado. Llamé despacio a la puerta y esperé una respuesta.
—Adelante.
Blanca, la profesora de Historia, me miró con el ceño fruncido.
—Lo siento, el metro se ha retrasado… —le mentí, mientras me sentaba  en mi mesa.
Blanca asintió con la cabeza, pero me dedicó una mirada que dio a entender que aquello no me lo creía ni yo.
La profesora continuó la clase y cuando tan solo llevaba quince minutos en ella comencé a encontrarme mal. La cabeza me dolía y me daba vueltas.
Apenas podía concentrarme en la explicación. La imagen de la niña con la que había soñado en el metro estaba demasiado presente en mi cabeza.
No podía creer que hubiese sido un sueño, juraría que lo había vivido.
Había tocado el hombro de aquella niña. Era tan real. Estaba caliente. Recordaba el breve tacto del vestido que portaba contra mi mano. Y aquel grito, la expresión de su rostro… Un escalofrió me recorrió el cuerpo.
—Oye… –Me sobresalté. Ahí estaba Anna, mi mejor amiga, agarrándome del brazo—. Tienes un aspecto malísimo, estás pálida… ¿te encuentras bien?
—Sí, tranquila. –Le sonreí—. Es que estoy algo mareada, apenas he dormido esta noche, pero no es nada.
Anna me devolvió la sonrisa. Era mi mejor amiga  desde que tenía uso de razón. Siempre había estado a mi lado en los momentos buenos y malos. Habíamos compartido tantas experiencias  y estábamos tan unidas que nos dolía incluso cuando permanecíamos separadas un par de días.
Con el tiempo  llegamos a  desarrollar una especie de vínculo mágico, siendo capaces de detectar cuando algo iba mal.
—Ya… —carraspeó y me analizó con la mirada.
 Anna tenía los ojos de un color miel profundo, ocultos tras los cristales de unas gafas de montura gruesa y cuadrada. Era morena, con el pelo rizado, algo encrespado y, normalmente, recogido en una trenza despeinada, adornada con unas cuantas trencitas de colores. Alta y de complexión fuerte, la verdad es que éramos  bastante diferentes. Yo, en cambio, era bajita, apenas le llegaba a Anna por el hombro, y bastante delgada. Con el pelo liso hasta los hombros y de un color rubio pajizo, regalo genético debido al origen inglés de mi padre, y aquel flequillo largo y desfilado que enmarcaba mi rostro afilado. Lo más destacado de mi físico podría decirse que eran mis ojos. Los heredé de mi abuela. Ojos verdes esmeralda y grandes, quizás demasiado grandes para mi cara, ya que era bastante fina, lo que me daba aspecto de estar en alerta todo el día.
—Estoy bien. Te lo aseguro.
—¡Tsssh! Silencio, por ahí atrás —chilló la profesora, mientras nos dirigía la más dura de las miradas.

A la salida de la universidad me apresuré hacia la parada del metro. No tenía ganas de hablar con nadie y menos con Anna, no quería preocuparla y la verdad es que me encontraba verdaderamente mal. Seguramente habría pillado la gripe que rondaba al acecho aquellos días.
—¡Leah! ¡Espera un momento! —No conseguí huir. Anna se dirigía hacia mí agitando los brazos de forma exagerada.
—¿Se puede saber qué te pasa? Has estado callada durante toda la clase y ahora ni siquiera eres capaz de esperarme.
—Lo siento Anna, creo que estoy enferma… me parece que he pillado la gripe —me disculpé, incapaz de mirar a mi amiga a los ojos. Nunca había tenido secretos con ella, pero contarle que estaba preocupada por un sueño me parecía demasiado absurdo.
—Ah, genial. ¿Y por eso te marchas sin decirme nada?
—Ya te he dicho que lo siento.
—Está bien. No podías haber elegido peor día para ponerte mala. —Me miró de manera suspicaz. Evidentemente esperaba que le preguntase sobre la razón por la que aquel día no era el indicado para caer enferma.
—A ver… ¿Qué pasa? —Le complací.
Una sonrisa iluminó  su rostro.
—¡Alec está aquí! —pronunció aquellas palabras con gran emoción y esperó a ver la reacción de mi rostro.
El corazón me dio un vuelco. Alec…
Alec era el hermano de Anna y el amor de mi vida. Más bien amor platónico. Llevaba enamorada de él desde  los seis años, cuando me defendió en la escuela de un grupo de matones. Desde aquel día se convirtió en mi héroe. Pensé que sería cosa de tiempo el llegar a  olvidarle, que solo se trataba de un capricho de niña pequeña, pero los años pasaron y Alec se  instaló en mi corazón de forma indefinida. Obviamente él no sabía nada.
Manteníamos una relación normal. Podría decirse que ni siquiera éramos amigos. Simplemente éramos conocidos.
 Yo era para él, únicamente, la mejor amiga de su hermana.
—Ah… ¿Cómo así ha vuelto? Estará  sólo de paso... ¿no?
 Me  quedé en blanco. No sabía que decir. Anna me miró algo nerviosa.
—Sí. Llegó anoche. Dijo que solo se quedaría aquí durante esta semana.

A los veinte años Alec tuvo una especie de crisis de ansiedad. Comenzó a tener visiones raras y a hablar de cosas extrañas y sin sentido. Tenía pesadillas todas las noches.
Los padres de Anna pensaron que se estaba volviendo loco. Y, por eso, le llevaron a los mejores médicos del país. Aún así su hijo parecía no tener cura.
La crisis persistió y Alec cayó en el mundo  de las drogas.
Sus amigos y conocidos nos veíamos impotentes, incapaces de ayudarle, de sacarle de ese mundo de sombras en el que estaba inmerso.
Se confinó en su habitación y no salió de allí en meses.
Con el tiempo la crisis comenzó a remitir y Alec volvió a tener contacto con el mundo exterior.
Parecía volver a sonreír. Y un día confesó a sus padres que durante aquellos meses de internamiento  había conocido a una chica por Internet.
Le había devuelto la ilusión de vivir y, sobre todo, lo más importante, había conseguido que las pesadillas  y las visiones le abandonaran  para siempre.
La chica en cuestión vivía en Rumanía, por lo que Alec decidió irse a vivir allí. Ingresó en una universidad de prestigio y comenzó a estudiar arqueología.
Siete años después la última noticia que tenía de él era que se había casado y que era tremendamente feliz.
 Solía volver  a Madrid esporádicamente a visitar a su familia y normalmente no permanecía allí más de una semana. Esta vez era más de lo mismo, una visita rutinaria. Aún así yo no había sido capaz de volver a verle en ninguna de sus anteriores visitas y Anna era consciente de que me moría por hacerlo por mucho que me doliese.
—Había pensado que igual te apetecía verle…
Dejó caer las palabras que yo estaba esperando.
Le sonreí.
—Me encantaría.
Me olvidé por completo del dolor de cabeza y de los mareos. Y, por supuesto,  de la niña de mi sueño y comencé a seguir a Anna de camino hacia su casa.



















SINOPSIS

Leah es una joven estudiante de psicología.
Enamorada perdidamente de Alec, el hermano de su mejor amiga, se embarcará junto a ellos en una aventura en la que descubrirá que es poseedora de un extraño don que le llevará a traspasar los límites de la razón humana, llegando hasta los confines de su imaginación.
¿Podrá mantenerse fiel a su corazón o sucumbirá ante la oscura e irresistible tentación que se cierne sobre ella?

Sumérgete en esta apasionante historia llena de amor y misterio, donde descubrirás que los SUEÑOS son algo más que el producto de nuestra imaginación.