II– Alec
No
podría describir lo que sentí al volver a verle.
Cuando
entré en el salón lo encontré sentado en el sofá mirando la tele.
Levantó
la cabeza al oírnos entrar y su expresión fue de alegría… una alegría
verdadera.
Se
incorporó y se acercó directamente a mí, pasando de largo de su hermana. Me
imaginé que esto se debía a lo pesada que se habría puesto Anna con él la noche
anterior. Su adorado hermano estaba de vuelta y por poco tiempo, había que
aprovecharlo.
Me
miró directamente a los ojos.
—Vaya,
Leah. ¡Cuánto has cambiado! Estás guapísima.
Sus palabras retumbaron en mi
interior.
Si
bien era cierto que yo había cambiado, hacía siete años que no nos veíamos. Pero
él… él no era el mismo chico del que me había despedido una mañana de febrero
en el aeropuerto de Madrid.
Estaba
más alto, y mucho más guapo, si cabe, que la última vez que le vi.
Había
sustituido la coleta que siempre lucía con orgullo por un corte de pelo
radical.
Ahora
llevaba el cabello corto con algún mechón desfilado y en punta. Observe que
tenía un mechón de pelo completamente blanco que destacaba entre los otros de color negro azabache.
Su
expresión era distinta. Más seria, quizás, más madura, pero en sus ojos, de
color avellana, levemente rasgados hacia arriba, se distinguía la alegría que
le suscitaba nuestro encuentro.
Me
dedicó una amplia sonrisa, dibujada en sus labios finos y torneados, y se alejó
hacia la mesa donde Carmen, la madre de Anna, había colocado un montón de
bocadillos y emparedados.
—Venga
sentaros las dos —nos instó mientras
separaba dos sillas de la mesa—. Anna nos dijo que vendrías, así que hemos
preparado una merienda.
—Muchísimas
gracias. No teníais que haberos molestado, pero… ¡la verdad es que me muero de
hambre!
Le
dirigí una radiante sonrisa a Carmen.
Carmen,
aquella mujer de aspecto rudo pero corazón de oro, siempre había sido como una madre
para mí, en el sentido literal de la palabra, ya que no llegué a conocer a mi
verdadera madre. Murió mientras me daba a luz.
Desde
aquel momento Carmen me “adoptó” como a una hija más.
Alec
se sentó frente a mí. Noté que me miraba constantemente. Me sentí algo
incómoda, así que cogí un emparedado de atún y comencé a engullir de manera
escandalosa, para disimular, ya que no sabía muy bien qué hacer ni a quién
mirar.
Él
me imitó y alargó la mano en pos de uno de los bocadillos.
Allí,
en su dedo anular de la mano derecha, lucía su anillo de casado.
El
corazón se me aceleró y me atraganté.
Tosí
fuertemente.
Alec
me buscó y durante un fugaz instante nuestras miradas confluyeron en su mano.
Con suavidad, como si de un movimiento nimio y sin importancia se tratase, la
ocultó bajo la mesa.
Me pareció que, por un momento, era consciente
de lo que me pasaba. Pero aquello era imposible, él no sabía nada acerca de mis
sentimientos.
Anna
acudió en mi rescate. Me miró y captó al instante la típica mueca que se adueñaba
de mis facciones ante una situación incómoda. Y sin duda aquella, lo era.
Carraspeó.
—Bueno,
hermano, cuéntale algo a Leah sobre tus andanzas en Rumanía —dijo mientras reía
escandalosamente.
—¡Qué
graciosa! —Se rió mientras le daba un leve codazo a su hermana—. Se refiere a
un encontronazo que tuve con un oso pardo. Me pasé cuatro horas subido a un
árbol helándome de frío.
Me
uní a las risas.
Pasamos la tarde hablando de muchas cosas
acerca de la nueva vida de Alec. Nos contó que había acabado la carrera de Arqueología
en la universidad y que estaba trabajando como guía en un museo, aunque de
manera esporádica. Ahora tenía dos meses de descanso hasta que se organizase la
próxima exposición.
Tuve
que hacerlo. Le tuve que preguntar acerca de su mujer, era lógico.
Él
no parecía muy dispuesto a tocar aquel tema, de hecho parecía incluso molesto y
nos contestaba con evasivas.
Lo
entendí, era un tema muy personal como para tratarlo en mi presencia.
Seguramente era algo que reservaba
únicamente para su familia.
Parecía
más interesado en mi vida, en qué había hecho yo durante los siete años que
habíamos permanecido separados.
Me
avergoncé un poco. Mi vida era demasiado aburrida si la comparábamos con la
suya y aún así, él, parecía disfrutar con cualquiera de mis relatos.
Sí,
había cambiado y mucho.
Se
había convertido en el chico ideal. Ya
lo era antes, pero ahora se comportaba como un hombre adulto, algo
comprensible, al fin y al cabo es lo que
era… un hombre adulto y casado.
Aquello
me dolía enormemente, sin embargo, después de lo mal que lo había pasado, no
pude evitar alegrarme por él.
Y
a fin de cuentas, si Alec era feliz, yo también.
Cuando
me quise dar cuenta ya había anochecido.
—Chicos,
me tengo que ir. Mi padre me va a echar la bronca del siglo.
—¡¿Ya
es tan tarde?! —Alec miró su reloj asombrado—.Bueno, antes de que te vayas me
gustaría darte algo.
Aquello
me pilló de improviso, no pude evitarlo y me sonrojé considerablemente.
Anna
soltó una risita por lo bajo que solo alcancé a
oír yo. Menos mal.
—Ven
—me pidió Alec, indicándome el camino
hacía su habitación.
Nunca
había estado allí. La habitación de Alec era como su panteón, jamás dejaba
entrar a nadie.
Anna
me dirigió una mirada de interrogación mientras yo cruzaba la puerta.
No
era como me la había imaginado. Era una habitación pequeña, muy poco iluminada.
Las
paredes eran de un color naranja vivo, pero estaban cubiertas por miles de
posters, fotos y recortes de periódicos, casi todos ellos con imágenes de seres
extraños: hadas, duendes y algunos menos amables como monstruos y vampiros.
Alec
me miró y observó mi expresión.
—Siempre
me ha gustado todo lo relacionado con seres mitológicos. Está todo como el día
que me marché. Mi madre no ha tocado nada, seguramente por mantener algo de mí
en esta casa.
—Vaya,
son muy… curiosos... —añadí mientras examinaba la foto de un ser horripilante
que era de todo menos agradable.
Las
estanterías estaban inundadas de libros. Me limité a mirarlos por encima, no
estaba segura de querer saber de que trataban.
La
habitación en sí tenía un aspecto tétrico. No
pude evitar pensar que yo también habría sufrido pesadillas y
alucinaciones durmiendo en aquel lugar.
Alec
me agarró del brazo, y me invitó, con un movimiento dulce a sentarme en su
cama. Le miré y colocó un paquete pequeño, envuelto en un bonito papel
brillante estrellado, en mi mano. Me cerró los dedos en torno a él y me sujetó
el puño con fuerza. Me miró a los ojos, casi con urgencia.
—Ábrelo.
No
sabría decir por qué, pero su expresión
me asustó. Me eché hacia atrás, alejándome de él.
Se
dio cuenta y enseguida comenzó a reírse.
—Tranquila,
es que estoy un poco nervioso. Ya sabes, el largo viaje, el cansancio acumulado
y esas cosas… —Me guiñó el ojo.
Abrí
despacio el pequeño paquete.
Era
un colgante precioso de un cazasueños.
Justo en el medio, anclado en la malla blanca nacarada, tenía un ojo con el
iris de un color azul cielo. Lo analicé con detenimiento. Parecía mirarme de
forma hipnotizante, casi perturbadora para tratarse simplemente de una piedra
tallada, eso sí, de forma exquisita. Las pequeñas plumas de color blanquecino
eran tan suaves como el terciopelo
—Vaya…
Es muy bonito. Muchas gracias Alec.
Me
miró sonriendo.
Todo
aquello era de lo más raro. Alec y yo nos llevábamos bien, pero nada más. No lo
suficiente como para que se acordase de mí y me trajese un regalo. Menos aún
contando todos los amigos íntimos que tenía en Madrid. Supuse que tan solo
pretendía ser amable.
—Me
alegro de que te guste. Venga, te acompaño hasta la puerta.
Salimos
de la habitación y Anna nos esperaba en el salón.
—¿Qué
es? ¿Qué es? –preguntó con urgencia.
Le
enseñé el colgante.
—No
está mal. Pero me gusta más el mío —Se río—. A mí me ha regalado un reloj.
Me
enseñó la muñeca donde lo lucía. Un precioso reloj con motivos de los
videojuegos más actuales del momento. Se le veía complacida.
—Serás
mala... —le gruñó su hermano.
Me
acompañó hasta la puerta. Anna se quedó
rezagada y se despidió con la mano, tan sorprendida como yo por el trato que
estaba recibiendo.
Cuando
ya estaba fuera del piso, Alec se apoyó en el marco de la puerta
y se quedó mirándome de nuevo.
—Póntelo
—dijo señalando el colgante—. Lo vas a
necesitar. Créeme.
Diciendo
eso último cerró la puerta. Y allí me
quedé plantada, estupefacta y pensativa en el umbral de la misma.
No
estaba segura de que Alec estuviera recuperado del todo. Se comportaba de una
manera muy rara.
Miré
el colgante que tenía en la mano. ¿Qué habría querido decir con que lo iba a
necesitar? Conocía la supuesta función de los atrapasueños, sabía que
alejaban los malos sueños y atraían los buenos.
Quizás
Alec seguía recordando la etapa de su vida marcada por las pesadillas. Quizás
pensaba que podía ocurrirme algo parecido e intentaba “salvarme”.
Me encogí de hombros mientras me lo ponía
en el cuello y salía del edificio con la
sensación de que dejaba atrás a una persona que no conocía de nada.
El
cielo estaba totalmente gris cuando alcé la mirada hacia él. Las nubes
amenazantes. Soplaba un viento huracanado y llovía estrepitosamente.
Temblaba.
Estaba
contemplando la silueta de una iglesia. Era un edificio gigantesco con paredes
de color oscuro. Los pináculos se alzaban al cielo como cuchillos.
En
la torre central se distinguía una campana dorada de grandes dimensiones y un
reloj de sol.
La
campana comenzó a balancearse y a repicar estruendosamente.
Era
un sonido fantasmagórico, casi insoportable. Me recorría el cuerpo y me hizo
doblarme de rodillas en el suelo mientras me tapaba los oídos.
Chillé
cuanto pude, pero el ruido no cesaba.
Cada
campanada hacía que me estremeciese entera, el corazón me latía con fuerza.
Entonces,
cuando creía que mi cuerpo estallaría en mil pedazos, el sonido cesó.
Levante
la mirada despacio sin quitarme aún las manos de los oídos.
Ya
no estaba sola.
En
la puerta de la iglesia había una niña. La conocía. La había visto antes,
durante mi viaje en metro, en un sueño.
La
niña tenía la vista fija en mí. Volví a temblar. Era consciente de que aquello
no era real, que nada malo podía pasarme, sin embargo un miedo auténtico
invadía mi cuerpo.
Comenzó
a andar hacia mí.
—No
te acerques por favor… —susurré para mis adentros—. No te acerques.
Cerré
los ojos con fuerza esperando que cesase aquella pesadilla.
Cuando
los abrí, la niña estaba justo delante de mí.
Su
expresión era serena, casi amable. Una sonrisa se dibujó en su rostro.
Me
tendió la mano. Una mano pequeña de color blanco nacarado.
No
supe muy bien por qué, pero una especie de atracción me invitaba a cogerla. Era
como un imán que atraía mi cuerpo hacia el de la pequeña.
No
opuse resistencia, cedí y la tomé de la mano. La niña abrió los ojos con
expresión de sorpresa.
Su
tacto era cálido, suave, demasiado real como para ser un sueño. En el momento
en el que entré en contacto con ella, el calor inundó mi cuerpo. Un calor
agradable que me protegía de la ventisca que se desataba a mí alrededor. Y ya
no tuve miedo.
La
miré y me sonrió. Despegó los labios y
solo pronunció una palabra:
—Jossephine.
Después
todo se volvió negro.
Desperté
en mi cama empapada en sudor. Encendí la
luz, todavía desorientada, y tardé en habituarme al resplandor. Miré el
despertador de encima de mi mesilla. Las tres y cuarto de la mañana. Había sido
un sueño bastante extraño y vívido.
Estaba
acostumbrada a soñar cosas raras. Todas las noches lo hacía y a la mañana
siguiente recordaba con total nitidez todo lo que había acontecido en el sueño.
Cogí
el colgante que llevaba al cuello y lo examiné detenidamente. Esbocé una
sonrisa y me prometí a mi misma hablar
seriamente con Alec. Su regalo estaba roto, había sido un sueño de lo más
aterrador.
Apagué
la luz y me recosté de nuevo en la cama, esperando volver a dormirme sin soñar
con nada ni con nadie.
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